En una apacible mañana del otoño de 1917 Manuel se sentó ante el improvisado laboratorio que acababa de montar (Figura 1). Constaba de una mesa de tijera sobre la que había colocado el viejo electroscopio modificado de Curie que le habían proporcionado en el Instituto de Radiactividad, una balanza de escasa precisión, un cronómetro de precisión todavía más escasa, y su querido cuaderno de campo.
El director del Instituto, José Muñoz del Castillo, lo había contratado con fondos de la Junta de Ampliación de Estudios. Estaban muy interesados en levantar un mapa de recursos radiactivos de España, razón de su visita a las estribaciones de Sierra Albarrana.
Había realizado su viaje en el ferrocarril (Figura 2) que iba de Madrid a Córdoba. En la estación le esperaba un coche de caballos que su amigo Antonio Carbonell, compañero de estudios, le había preparado; en él trasladó sus bártulos hasta el domicilio del amigo, donde pasaría un par de días preparando la expedición.
Terminada la charla sobre la localización de los posibles yacimientos radiactivos, hablaron de la Reciente Revolución Rusa, de las posibilidades del gobierno de Kérensky, de la probable retirada de Rusia de la guerra y del papel de Lenin en todo el proceso.
En España las cosas tampoco iban bien; al liberal Prieto le había sucedido el conservador Dato, que tampoco se había hecho con la situación. Además estaba el tema de la huelga general; y en Cataluña la Asamblea de Parlamentarios exigía una nueva constitución que diese más autonomía a las regiones. A ambos les sonaba todo ello a algo dejá vu, algo sobre lo que era difícil dar con una idea nueva o con una solución brillante; así que decidieron volver al tema de la radiactividad y de los dudosos efectos sobre el crecimiento de las plantas, tan de moda en todo el mundo.
Siguiendo el plan de trabajo en el que se había determinado el camino a seguir y los lugares de muestreo, Manuel salió al amanecer del siguiente día, con un ayudante y dos jumentos (proporcionados por su amigo), las cajas de sus aparatos, una mesa y una silla plegables. Sería una excursión de dos o tres días, dependiendo de cómo se encontraran los caminos y la dificultad de llegar a los puntos donde se encontraban los minerales supuestamente radiactivos.
Una vez recogidas las muestras el geólogo montó su pequeño laboratorio (Figura 1) de medida. Se componía, como ya hemos dicho, de apenas dos instrumentos, el electroscopio con cámara (Figura 3) y el cronómetro. Los estudió con atención, comprobó la movilidad de la lámina de oro y el funcionamiento del reloj y se dispuso a seguir el protocolo establecido para realizar las medidas.
Este protocolo constaba de tres partes: determinación de la corriente de fuga, calibrado con el patrón radiactivo y medida de la actividad de una muestra. Y, como era posible que la cámara se contaminase en una de esas operaciones, para cada espécimen era necesario repetir las tres operaciones.
El electroscopio, aunque un poco antiguo, funcionaba perfectamente (Figura 4). Cargado con la varilla de vidrio frotada con un pañuelo limpio, lo que producía unos 2000 voltios, había hecho que la aguja se desplazase unos 40 grados sexagesimales. Mirando por el microscopio observó el lento desplazamiento del indicador por la escala del ocular y puso en marcha en cronómetro cuando la aguja coincidió con una marca de la escala.
El electrómetro, de 20 picofaradios de capacidad, adquirió una carga de unos 40 nanoculombios (4·10-8 culombios) que tardarían en descargarse por las fugas del instrumento más de veinticinco horas. Por lo tanto, en un par de horas podría determinar la corriente de fuga, observando el desplazamiento de la aguja a lo largo de algo más de un grado.
Mientras pasaba el tiempo fue preparando la placa de latón con una capa superficial de óxido de uranio que le serviría para calibrar el electrómetro. El método no podía ser más sencillo; las actividades eran directamente proporcionales a las corrientes de ionización que se producían en la cámara e inversamente proporcionales a los tiempos de descarga del electroscopio.
Extendió luego sus muestras, perfectamente marcadas con los lugares donde se habían recolectado, y esperó, mirando de vez en cuando por el microscopio. Finalmente anotó en su cuaderno la corriente de fuga del instrumento, 5·10-13 amperios. Era lo suficientemente baja como para permitirle realizar sus determinaciones.
Introdujo la rodaja de latón que utilizaba como patrón y anotó la corriente producida, diez veces mayor que la de fuga; y comenzó a medir, una por una, las actividades de los minerales que constituían sus muestras, anotando cuidadosamente en su cuaderno las corrientes, los números de identificación y las masas de los especímenes.
A continuación, terminado el trabajo, desmontó su improvisado laboratorio, empaquetó con cuidado los instrumentos y, ayudado por su asistente, cargaron todo en los dos animales e iniciaron su camino de vuelta.