Laboratorio de Cristalografía de mediados del siglo XX

Hasta mediados del siglo XX, el panorama de los cristalógrafos que se enfrentaban a la resolución de las estructuras de cristales formados por compuestos orgánicos o inorgánicos, de mediana complejidad, era realmente complicado.

Incluso prescindiendo de la dificultad creciente que suponía poder obtener los cristales necesarios, los ingentes problemas experimentales que se planteaban requerían soluciones difíciles. Los generadores de alto voltaje (decenas de miles de voltios), necesarios para el funcionamiento de las fuentes de rayos X (tubos) suponían intrincados montajes no ausentes de peligros eléctricos (Figura 1).

el descubrimiento de los rayos X

Los tubos de rayos X disponibles proporcionaban muy baja intensidad y las películas fotográficas eran poco sensibles, con lo que la obtención de cada placa requería de al menos una docena de horas de exposición. Puesto que la obtención de la totalidad del patrón de difracción suponía el uso de al menos una docena de exposiciones diferentes, el tiempo total de exposición a los rayos X se extendía a algo más de una semana.

Los aparatos para el montaje de los cristales y llevar a cabo el experimento de difracción  requirieron de precisos y sofisticados desarrollos, tales como la cámara de Weissenberg, desarrollada por el científico austriaco del mismo nombre en 1924. Ésta constaba de una cámara cilíndrica en cuya superficie interior se incorpora una película fotográfica sensible a los rayos X, un eje de giro coaxial con ella en donde se ajusta la muestra cristalina por medio de un microscopio, y un sistema de engranajes que permiten la traslación vertical de la cámara mientras el cristal gira sobre sí mismo (Figura 2).

Las placas fotográficas necesitaban ser tratadas con mucha precaución, controlando los tiempos de revelador, fijador y lavado (Figura 3), ya que las intensidades deben ser referidas a idéntica escala. La interpretación de las placas fotográficas, que implicaba la medida de las posiciones e intensidades de cada mancha, se convertía en un proceso delicado y tedioso que se extendía durante semanas, siendo necesario el uso de patrones visuales de intensidad o de fotómetros que medían la disminución lumínica cuando un haz de luz atravesaba cada una de las manchas.

Una vez obtenido el patrón de difracción en términos numéricos, el cristalógrafo debía enfrentarse al manejo de varios centenares de números, durante miles de veces, para poder afrontar el cómputo de, por ejemplo, la función de Patterson, y todo ello sin disponer de medios de cálculo. Basta pensar que para averiguar lo que ocurre en cada punto del interior del cristal es imprescindible manejar todas y cada una de las intensidades de las manchas de difracción.

En el caso de cristales de moléculas con una decena de átomos, el número de manchas de difracción puede llegar al millar, con lo cual calcular la estructura de esos cristales puede suponer cientos de miles de cálculos en los que cada vez intervienen todas y cada una de las manchas de difracción.


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Museo Virtual de la Ciencia del CSIC. Laboratorio de Cristalografía.
Autor: Martin Martinez-Ripoll
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